La abuela, que maravilla!
Agradezco a la Vida por la mía (claro que tuve 2, sólo que fué con una -materna- con la que compartí años hermosos).
Seguramente comparto ésta historia porque resuena en mí aquel espacio de mi vida donde aprendí que la historia se construye, que el Amor es un proceso que nos hace "Personas de Bien", como decia mi abuela...
Cada uno de nosotros puede contar su propia historia, que es la Historia de TODOS.
En definitiva hablamos de la "familia".
De qué familia hablamos?
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La Abuela: historia de vida en Tlaxcalancingo
Texto de Miryam Vargas Teutle, locutora de la radio comunitaria de Tlaxcalancingo, en donde la joven relata las transformaciones de su comunidad y la búsqueda por recuperar su identidad en los últimos años, gracias a la aparición de distintos proyectos mediáticos y culturales.
I
Era 1991. Ya casi llegaba el temporal y la abuela iba a ver al tío para que llevara su yunta y arara la tierra. Mientras tanto, todos los primos jugábamos en el árbol del zapote o en la calle con los vecinos o en los columpios de los árboles, esperando a que el tío terminara de arar para correr con los pies descalzos en los surcos recién arados, bajo una leve briza con sol y un hermoso arcoíris. ¡Qué divertidos eran esos días de arado!
Lo mejor venía después, cuando sembrábamos con la abuela y nos regalaba un peso por ayudarle a sembrar; caminar en la tierra fresca con los pies descalzos era la mejor sensación que un niño pudiera tener. Algunos meses después la abuela decía que había que apurarnos pa’ llegar a Tlalapanco, donde tenía el campo más grande y el cual procuraba con mucho amor. Yo estaba muy cansada porque el día anterior habíamos jugando bajo la lluvia, haciendo barquitos de papel para ver como corrían en las zanjas que con cada lluvia se llenaban de agua. “Hay que cortar la mazorca”, decía la abuela “y por ahí juntamos chapulín, quelites, calabaza y chile”. Lo que más me emocionaba, sin embargo, era que esos días la abuela echaba tortillas y todos las comíamos recién hechas a mano y con manteca.
II
Cuando algo alarmante pasa en la comunidad, las campanas de la iglesia repican. La abuela sabe exactamente el motivo: sabe si es una muerte, si murió un niño o si murió un adulto o si es otra cosa. La abuela me enseñaba a conocer la comunidad. Ella saludaba a todos, y sobre todo a sus familiares o con los que tenía algún parentesco los saludaba en náhuatl, y eran tantas palabras que no me las aprendía. El pueblo era un lugar mágico, lleno de leyendas y tanta riqueza cultural y natural; los árboles de colorín, jacaranda y alcanfor adornaban las calles y nos daban sombra, oxígeno y además agua. Árboles donde los pájaros se posaban para cantarnos todas las mañanas y recordarnos que un nuevo día empezaba. Y precisamente cada día que empezaba mamá, papá y mis dos hermanas mayores salían de la casa.
Mis hermanas estudiaban y por las tardes trabajaban en un restaurante de la ciudad, donde les pagaban treinta pesos semanales. Una de ellas tuvo un accidente con una máquina para hacer tortillas y perdió los dedos. Papá y mamá trabajaban todo el día, los dos en la ciudad en las fábricas textiles. Todos los días eran muy parecidos: mis papás trabajando y todos los primos siempre jugando en el campo a las canicas –con las famosas cochinillas que cada que las tocábamos se hacían bolita– o simplemente corriendo y disfrutando la vida. A papá y a mamá solo los veía en la noche.
Un día algo le pasó a la abuela; estaba muy triste y se empezó a enfermar. Yo no entendía qué le pasaba, pero todo cambio. Ya no nos juntábamos alrededor del tlecuil para comer tortillas con manteca o pinole recién hecho por ella; se empezaron a llevar a los animales porque la abuela ya no los podía cuidar; se quedó con muy pocos. Yo era muy pequeña y no entendía qué le pasaba a la abuela ni por qué ya no íbamos a Tlalapanco.
Un día mamá entró a trabajar a otro lugar. En la escuela me dijeron que una fábrica había llegado al pueblo. Mamá estaba muy contenta porque el trabajo le quedaría más cerca. Luego entré a la secundaria; la abuela era cada vez más vieja y yo también. En un paseo por el pueblo fui a Tlalapanco, pero de Tlalapanco ya no había ni la mitad, pues una carretera elevada atravesaba el terreno de la abuela. La llamaban “el periférico”.
“Una expropiación”, decía un amigo “¡Eso le pasó también a mi abuelo! Les pagaron muy poco”, decía. Pero yo me enteré en la familia que a la abuela no le pagaron nada, pues no conocía las letras, y ¡ni como defenderse así! Y mientras la abuela se entristecía, mamá y papá trabajando. Mamá regresaba todos los días muy cansada y molesta, pues ya era supervisora y ahora hasta tenía que pagar de su sueldo las fallas que las trabajadoras nuevas tuvieran. La presión cada vez era más fuerte...
III
Los años pasaron y mamá enfermó de diabetes. Los niños ya no pueden jugar en las calles porque los automovilistas se sienten como en esa carretera que construyeron en medio de Tlalapanco. Ya casi no llueve y la mayoría de los vecinos de la comunidad se dedican a otra actividad menos al campo. La gente se enferma por la comida que venden en las tiendas.
Sin embargo, la esencia de aquello que existió no se fue del todo. No se fue porque la abuela ya no está triste, porque la abuela ahora sonríe. Sonríe porque un grupo de señoras de la comunidad, las Promotoras de Salud, se capacita y hace más que las medicinas de la farmacia. Hacen medicina alternativa que crean con azumiate y plantas que se dan por acá; hacen jarabes y pomadas para las enfermedades. Además le dan recetas a mamá para que se recupere. Le recomiendan comer nopal, por ejemplo.
La abuela sonríe, pues un grupo de amigos empezó a trabajar un proyecto de radio, una radio comunitaria donde la identidad cultural y costumbres se escuchan en los altavoces de cada barrio y por internet en www.cctlaxcalancingo.org. Sonríe porque escucha cápsulas de la lengua náhuatl, en donde ella misma ha participado, y se ha puesto muy contenta. Mientras, en el Barrio de Xicotzingo, los fines de semana los niños llegan al Calpulli de los Niños a conocer y aprender las diferentes formas de siembra y de riego que a pesar del temporal resultan buenas cosechas.
Y todos estos trabajos se juntan y se exponen en la Fiesta de Pueblos Indios que cada año unos amigos organizan, donde las abuelas se visten con el color del pueblo para bailar el Xochipitzahuac, que ya lo sé pronunciar, pues con unos amigos estamos aprendiendo a hablar el idioma de la abuela que otra vez es nuestro, para estar así más cerca, como los dedos de esta mano que es la comunidad. Cerca para seguir juntos y prevalecer y resistir al exterminio. ¡Por la abuela, por mamá, por las hermanas, por nuestros niños!
Via: http://www.lajornadadeoriente.com.mx
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